Terminaste de comer, estás llenísimo, el cinturón está a punto de estallar y juras que no podrías dar un solo bocado más… pero aparece el postre, un pedacito de pastel o un chocolate y, mágicamente, ¡hay espacio! ¿Te suena familiar? No estás solo. Pero, ¿por qué ocurre esto? Un nuevo estudio publicado en la revista Science reveló exactamente por qué sentimos ese impulso por lo dulce… ¡aunque estemos repletos!
¿Qué descubrieron los científicos?
Investigadores liderados por la Universidad de Columbia decidieron explorar por qué tendemos a comer postre incluso después de una comida completa.
Para empezar, usaron ratones (sí, ratones que también tienen su “espacio para el postre”) a quienes ofrecieron una ración normal de alimento seguida de dos opciones: más comida estándar o una versión dulce y azucarada. El resultado fue claro: los ratones que recibieron el postre consumieron hasta seis veces más calorías que aquellos que comieron solo el alimento básico.
Este comportamiento, lejos de ser una peculiaridad animal, refleja algo profundamente humano: nuestra sensibilidad natural al sabor dulce y su capacidad para activar sistemas cerebrales de recompensa.
Luego, en una segunda fase del estudio, los investigadores pasaron a estudiar humanos alimentándolos con una bebida azucarada mientras monitoreaban su actividad cerebral mediante resonancia magnética funcional.. ¿Y qué pasó? Exactamente lo mismo: al igual que en los ratones, el cerebro humano mostró una respuesta intensa ante el azúcar, incluso en condiciones de saciedad.
¿Qué pasa en el cerebro cuando llega el postre?
Todo tiene que ver con unas neuronas llamadas POMC (proopiomelanocortina). Estas neuronas están en el núcleo arqueado del cerebro y son las encargadas de regular la saciedad: normalmente, cuando comemos lo suficiente, se activan para indicarnos que debemos dejar de ingerir alimentos.
Pero el estudio reveló algo sorprendente: una vez que las neuronas POMC cumplen su función de saciedad, no se desactivan. Por el contrario, cambian de rol y comienzan a activar los sistemas opioides del cerebro, generando un nuevo impulso: el deseo de consumir azúcar.
Esto significa que el antojo de postre después de una comida completa no es simplemente una cuestión de costumbre o indulgencia cultural, sino un fenómeno neurológico en el que participan mecanismos de recompensa muy similares a los que generan placer o alivio.
Resultado: tus antojos por el postre aumentan hasta 11 veces. No es que tengas un “problema de voluntad”, es pura biología (y un toque de evolución ancestral).
¿Y el estómago? También coopera
Según el Dr. Mir Ali, cirujano bariátrico y experto en nutrición metabólica, el azúcar relaja el estómago, haciendo que literalmente pueda expandirse un poco más. O sea, el “estómago de postre” existe. Esto significa que, fisiológicamente, después de comer una comida completa, nuestro estómago puede literalmente hacer espacio extra para acomodar el postre.
Ali también señala que este fenómeno tiene un componente psicológico: “Desde pequeños estamos condicionados a asociar el final de una comida con algo dulce, como recompensa. Es un hábito cultural, sí, pero también respaldado por cambios fisiológicos reales en el cuerpo y en el cerebro”.
El postre no solo cierra la comida: cierra la experiencia emocional de comer.
El fenómeno del «apetito sensorial específico
El apetito sensorial específico (en inglés sensory-specific satiety) es un fenómeno psicológico y fisiológico que explica por qué, después de comer mucho de un alimento, podemos sentirnos «llenos» de ese sabor en particular… pero aún tenemos ganas de comer algo distinto. En palabras simples: te acabas un plato salado, ya no puedes más, pero alguien ofrece algo dulce… y mágicamente te cabe.
Este efecto fue descrito por primera vez en profundidad por Barbara Rolls en la Universidad Estatal de Pensilvania. Lo que descubrió fue que la variedad sensorial de los alimentos —como el sabor, la textura, el olor y el color— tiene un impacto directo en cuánto comemos.
Esto ocurre, aunque estés lleno. No se trata de hambre fisiológica, sino de un tipo de hambre sensorial o curiosidad gustativa.
La dopamina, nuestra cómplice más dulce
Cuando comemos postre, especialmente si contiene azúcar, nuestro cerebro libera dopamina, el neurotransmisor del placer. Esa sensación de felicidad instantánea nos hace sentir bien, aunque físicamente ya no tengamos hambre.
Y no es sólo un capricho: evolutivamente, nuestro cuerpo aprendió a priorizar alimentos calóricos (como los postres) para tener energía disponible. Un vestigio de cuando no sabíamos cuándo volveríamos a comer. Hoy, eso se traduce en decir: “Bueno… sólo un pedacito más.”
Postres y cerebro
Según un estudio publicado en Cell Metabolism (2019), el azúcar anula las señales de saciedad y activa nuestro sistema de dopamina, ese que nos dice “quiero más”. Así que sí, tu cerebro puede estar lleno, pero aún así pedir una cucharada más.
Otro hallazgo interesante, publicado en Appetite (2018), reveló que el postre ocupa un lugar especial en nuestro sistema gustativo. Incluso personas que reportaban sentirse “demasiado llenas” para seguir comiendo su platillo principal, eran capaces de disfrutar un dulce sin problema.
Y no es casualidad. Según el libro Flavor-Associated Applications in Health and Wellness Food Products, los alimentos ricos en grasa, azúcar y sal —los clásicos del postre— tienen el poder de bloquear las señales de “ya basta” que nuestro cerebro envía desde el estómago. El resultado: seguimos comiendo, aunque estemos llenos.
Siempre hay espacio para el postre… porque nuestro cerebro lo decidió así. No es falta de fuerza de voluntad, es pura ciencia (y un toque de alegría). Así que la próxima vez que alguien te mire raro por pedir el cheesecake después de una pizza entera, puedes decir: «Es neurociencia, cariño.»
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