Álvarez Bravo: el “poeta del lente”

Álvarez Bravo: el “poeta del lente”

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Créditos: Fotográfica MX | Manuel Álvarez Bravo Org | MoMA | Revista Quixe

La obra del fotógrafo mexicano Manuel Álvarez Bravo está presente en instituciones de prestigio como el MoMA de Nueva York, el International Museum of Photography, el Art Institute of Chicago, el Victoria and Albert Museum de Londres, la Bibliothèque Nationale de París y el J. Paul Getty Museum de Los Ángeles.

¿Por qué? Porque, según numerosos críticos, Álvarez Bravo es el “poeta del lente”: el artista que supo transmitir la esencia de México a través de una mirada profundamente humanista, cargada de referencias estéticas, literarias y musicales, lo que otorga a su trabajo una dimensión universal. ¿Sabes de quién hablamos?

Una lente formada entre tradiciones, vanguardias y revolución

Crédito: Flickr.

Manuel Álvarez Bravo fue una figura clave del llamado Renacimiento Mexicano, surgido tras la Revolución. Aquella época se caracterizó por una compleja —aunque fértil— convivencia entre el deseo de modernización y la necesidad de reencontrarse con las raíces del país. De ahí que la arqueología, la historia y la etnología (disciplina que estudia y compara las culturas humanas) jugaran un papel tan importante como el arte en esa búsqueda. Álvarez Bravo supo representar ambos caminos a través de su lente.

Fue también uno de los fundadores de la fotografía moderna a nivel internacional y el máximo representante de la fotografía latinoamericana del siglo XX. Su obra abarca desde finales de la década de 1920 hasta los años 90.

Nació en el centro de la Ciudad de México el 4 de febrero de 1902. Tras la muerte de su padre, tuvo que interrumpir sus estudios y comenzar a trabajar, primero en una fábrica textil y más tarde en la Secretaría de Hacienda, para ayudar a sostener a su familia.

Su abuelo, pintor, y su padre, maestro, eran aficionados a la fotografía, y fue ese entorno —sumado al temprano descubrimiento de la cámara— lo que lo llevó a explorar, por cuenta propia, procesos fotográficos y técnicas de impresión cuando apenas era un adolescente.

En sus inicios incursionó en el pictorialismo —un movimiento que buscaba que la fotografía fuera reconocida como forma de arte, al nivel de la pintura o el dibujo—, mientras alimentaba su interés por la estética moderna, el cubismo y la abstracción. Tomó su primera cámara en la adolescencia y, en 1917, se inscribió en clases nocturnas de pintura en la Academia de San Carlos, al tiempo que se formaba con el fotógrafo alemán Hugo Brehme.

Crédito: «La hija de los danzantes» MOMA.

Poco a poco fue desarrollando su estilo, en parte gracias al estudio de revistas fotográficas nacionales y extranjeras, donde conoció por primera vez el trabajo de Edward Weston y de Tina Modotti, fotógrafa, activista comunista y revolucionaria.

En 1930, tras la deportación de Modotti —quien se había integrado al círculo intelectual y artístico de la época, colaborando con Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, y cuya obra se centraba en campesinos, obreros y mujeres indígenas—, Álvarez Bravo heredó su puesto en la revista Mexican Folkways. Ese fue el primer paso en su camino hacia la fotografía documental.

Entre 1943 y 1959 trabajó en la industria cinematográfica como fotógrafo de producción, lo que le permitió desarrollar una vertiente más experimental y personal en su obra. Durante esta etapa también estableció vínculos con figuras internacionales como Paul Strand, Henri Cartier-Bresson y Walker Evans, con quienes expuso en la Julien Levy Gallery de Nueva York.

Recordemos que, por esos años, México se había convertido en un epicentro cultural, atrayendo a artistas e intelectuales de todo el mundo. Incluso André Breton, padre del surrealismo, incluyó su obra en una exposición del movimiento en 1940.

Un puente visual entre el cine y la fotografía

«Diosa, Historia». Crédito: Art Institute of Chicago.

Durante sus años en el cine, Álvarez Bravo colaboró con estudios mexicanos y algunos de los directores más influyentes de la Época de Oro, siempre desde una postura independiente. No se limitó a documentar rodajes, sino que aprovechó el entorno fílmico para crear imágenes con una fuerte carga poética y simbólica, alejadas del propósito meramente publicitario. Juegos de sombras, encuadres sugerentes, gestos detenidos en el tiempo y una mirada profundamente humana caracterizan esas obras.

Una de sus conexiones más notables fue con Luis Buñuel. En 1949, Álvarez Bravo fue el fotógrafo de producción de «Los olvidados (1950)», obra maestra del cine social mexicano. Documentó el rodaje, retrató al elenco y capturó escenas clave con su estilo inconfundible. Ambos artistas compartían una mirada crítica hacia la realidad social mexicana, y un interés profundo por temas como la pobreza, la desigualdad, la infancia marginada y la violencia estructural.

Además, los dos integraron el surrealismo en lo cotidiano, a través de símbolos, metáforas y silencios que le daban otra dimensión a la imagen.

Álvarez Bravo siempre sostuvo que sus años de formación tras la Revolución Mexicana de 1910 lo motivaron a representar el patrimonio cultural, la población campesina y las raíces indígenas frente a la acelerada modernización del país.

Fue precisamente en Los olvidados donde él y Buñuel lograron una sinergia única entre cine y fotografía como formas de pensamiento. Imágenes que no solo documentan, sino que interpretan, denuncian y conmueven a quien las contempla.

Un legado visual de un poeta que sigue latiendo

«Los Agachados». Crédito: Victoria and Albert Museum de Londres.

La creación de ese puente entre la fotografía artística y el cine le abrió a Álvarez Bravo un espacio de libertad creativa, en el que pudo refinar su mirada y desarrollar una obra que aborda temas centrales de su carrera: la identidad mexicana, la espiritualidad, la muerte, el cuerpo, el erotismo y la dignidad del pueblo.

Fotografías como Señor de Papantla, Parábola óptica, Cactus, El ensueño, La hija de los danzantes o Retrato de lo eterno forman parte de sus imágenes más icónicas. En ellas hay historias que evocan la identidad indígena, el mestizaje, la belleza de lo cotidiano, el misterio del descanso, los juegos geométricos y de luz, y la estética callada de lo femenino.

Epílogo de un maestro

Manuel Álvarez Bravo falleció el 19 de octubre de 2002, a los 100 años de edad, en la Ciudad de México. Murió de causas naturales tras una vida larga, fecunda y profundamente comprometida con el arte. Su legado es hoy parte del alma visual de México.

Su obra sigue viva, promovida y resguardada por su hijo, Manuel Álvarez Bravo Jr., y su nieta, Aurora Herrera Álvarez, a través de la fundación Manuel Álvarez Bravo Org.

En un mundo saturado de imágenes, la suya aún habla con susurros que atraviesan el tiempo. Porque su lente no solo capturó lo que México era, sino lo que —a través de sus ojos— aún es.

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