Vivir sin ustedes

Vivir sin ustedes

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Por: Carolina Riaño 

*Escritora, periodista, reportera y storyteller culinaria. Desde hace 16 años cuenta historias sobre el fascinante mundo de la cultura gastronómica, los vinos y los licores. IG @errederiano

Hace un par de semanas, el doctor me prohibió los lácteos, el cerdo, los dulces, los chocolates… ¿Cómo me pide que viva sin la crocancia de un chicharrón o sin la untuosidad de un camembert? ¡Es como decirle a un amante del fútbol que no puede volver a las canchas porque se lastimó los meniscos! Perdí, por así decirlo, mi libre albedrío gastronómico.

Al principio parecía sencillo: reemplacé el jamón york por pastrami de pavo y la leche de vaca por «leche de almendras». Pero luego caí en cuenta de que ya no podría volver a disfrutar de los quesos, ¡de mis adorados quesos! De hecho, una gran amiga me guarda, en su refrigerador, una cuña de Munster.

También tuve que cambiar mi adorado bombón de chocolate nocturno –lo disfrutaba desde hace 20 años– por un puñado de pistachos. Son deliciosos, pero no sustituyen «la dosis de dulce» que mantiene cuerda a una amante culinaria.

El escenario en los restaurantes es más dantesco aun, ya no puedo ordenar con libertad cualquier plato; estoy sujeta a un ‘nuevo orden mundial alimenticio’. Evito a toda costa preparaciones gratinadas y ensaladas, sopas, antipastos, pizzas o focaccias que contengan, en lo más mínimo, tilsit, queso azul, feta, pecorino, jamón serrano, prosciutto, fuet, etc.

También le huyo a las salsas a base de crema de leche, o a algo más básico, como la mantequilla o el parmesano recién rallado sobre la pasta. También tuve que decirle adiós al cochinillo –y a su piel crocante–, a las chuletas, al chorizo, al codillo, a las salchichas, al salami…

Cuando deambulo como un alma en pena por el delicatessen del súper, sufro en silencio; al igual que un adicto en detox o, para ser menos extremistas, como los tiburones vegetarianos de la película Buscando a Nemo.

Contemplo provocativas piernas de jamón de bellota, y disfruto, de manera masoquista, cuando los cortan en delicadas lonjas; también manoseo las cuñas de quesos, dips, patés y embutidos exhibidos en los refris; disfruto tocándolos, oliéndolos bajo su empaque al vacío y soñando con aquel día que vuelva a disfrutarlos sin restricciones.

Este exilio gastronómico no solo ha afectado mis antojos, también mis relaciones sociales. Vivir sin ustedes, jamones, quesos y chocolates, es también perjudicial para la amistad. Las mesas de mis amigos, siempre repletas de ustedes, son ahora una tentación, y me contengo mientras me apego a las nueces y a las aceitunas que ponen sobre la mesa de centro de la sala. Puede que sea una coincidencia, pero últimamente todos los placeres culinarios a base de cerdo y lácteos son destapados ante mis ojos abstemios. Pero yo me armo de voluntad, amarro mis papilas y me abstengo con resignación.

Falsos Profetas del Sabor: Cuando el Tofu Quiere Ser Queso (Y Falla)

El problema es que las alternativas nunca son lo mismo. No es solo el sabor, sino la experiencia. Sí, existen sustitutos veganos para casi todo, pero seamos sinceros: el tofu es soso comparado con el queso real (veganos, por favor perdónenme); la carne de lenteja no reemplaza la jugosidad de la carne de una hamburguesa angus; y el chocolate sin leche es como una versión descafeinada de la felicidad. No es lo mismo, y nunca lo será.

He intentado buscar nuevas fuentes de placer culinario. Me he adentrado en el mundo de los frutos secos, los hummus especiados, los dips de berenjena, el tahini y los aceites infusionados.

He redescubierto el aguacate como mi mejor aliado cremoso y le he dado una oportunidad a las mantequillas de almendra, cacahuate y avellana. Pero aunque intento convencerme de que estos nuevos sabores pueden ser igual de satisfactorios, mi paladar sigue esperando el momento en que le devuelvan lo que le han arrebatado.

En los momentos más difíciles, me asaltan recuerdos de antiguas indulgencias. Me veo a mí misma en una trattoria italiana, hundiendo un pedazo de pan crujiente en una fondue de queso gorgonzola, o en una charcutería francesa, disfrutando de una tabla de embutidos con una copa de vino tinto. También revivo esas tardes de invierno en las que un chocolate caliente con un toque de canela y cardamomo era el remedio perfecto para el frío. Ahora, todo eso es parte de mi historia personal, de un pasado glorioso que se esfumó con un dictamen médico.

Los eventos familiares también se han convertido en un campo de minas gastronómico. Navidad sin ponche de leche, sin buñuelos (colombianos) esponjosos y sin natilla. Cumpleaños sin pastel de chocolate. Asados sin chorizo, sin morcilla y sin costillitas BBQ. Mi mamá, preocupada por mi nueva dieta, me preparó una «versión especial» de su pastel de tres leches con leche de coco y almendras. Se lo agradezco, pero no es lo mismo.

Sin embargo, hay que encontrar alguna luz en este camino. Si se puede.  Me he vuelto una exploradora de nuevos sabores, buscando especias, hierbas y combinaciones inesperadas que le den un poco de vida a mi reducida dieta.

La cocina asiática, con su uso magistral de umami, jengibre, miso y salsa de soja, me ha dado un poco de consuelo. También he aprendido a hacer postres con harinas alternativas y endulzantes naturales, aunque sigo mirando con nostalgia las vitrinas de las pastelerías.

Me consuela pensar que quizá esta abstinencia me haga más fuerte, que tal vez desarrollaré un nuevo aprecio por otros ingredientes y que, si algún día recupero mi libertad culinaria, sabré disfrutarla con mayor intensidad. Mientras tanto, seguiré resistiendo, imaginando el momento en que un pedazo de queso curado o un bocado de chocolate amargo vuelvan a tocar mi lengua. Y ese día, juro que lo saborearé como si fuera la primera vez.

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