Por: Carolina Riaño
*Escritora, periodista, reportera y storyteller culinaria. Desde hace 16 años cuenta historias sobre el fascinante mundo de la cultura gastronómica, los vinos y los licores. IG @errederiano
La mesa. Aquel objeto cuadrúpedo, es testigo silencioso, por excelencia, del amor. De madera, vidrio, granito, plástico, acrílico, concreto, mármol o metal; cubierta por un mantel de algodón, lino, poliéster, encaje o vinilo; pública o privada, humilde u ostentosa, cuadrada, rectangular, ovalad o redonda –y la mayoría de veces coja– , hace parte de un trío afectivo, sosteniendo sobre su lomo firme, una entrada o un postre compartido entre dos tímidas cucharitas. Así es: lo primero que comparten los enamorados es la mesa.
El amor nace, crece, se reproduce, y la mayoría de veces, muere alrededor de la mesa.
Inicia con una invitación a ‘tomarse un café’. En esta oportunidad la mesa es testigo de confesiones, risas y mejillas ruborizadas; de puntos de vista y opiniones, en tanto su superficie es el punto de apoyo de manos sudorosas, ante el nervio que genera el comienzo de una relación sentimental.
A la primera cita le sigue una cena romántica, en donde “el cuadrúpedo” se disfraza con un mantel casi siempre bonito porque “hay que sorprender”. El vino siempre lo acompaña, junto a esa entrada y postre compartidos. En la superficie de este, dos manos reposan con sus dedos entrelazados, y aunque la mesa se interpone entre los cuerpos –quizás en un intento por respetar lo poco de intimidad que quedará– tarde o temprano se verá coartado por unos pies que se rozan bajo él.
Entre desayunos, comidas y cenas, llega el compromiso. Se reserva una ‘buena mesa’ y se ordena champagne. Después del postre, alguien se arrodilla, queda al nivel de la mesa, y esta, vestida de blanco, es partícipe de la pedida de mano. Seguramente, ante los nervios de la situación, su vestido se manchará con salsa que alguna mano temblorosa dejó caer ante la emoción. Luego vienen los aniversarios y la cotidianidad en casa; desayunos improvisados, comidas y cenas con familia y amigos. La mesa ya es parte de la familia y continúa siendo testigo del amor que crece y se reproduce. Pronto, manitas pegajosas quedarán impresas en sus vetas. Se convertirá en soporte de tareas, trabajos y maquetas, y testigo de largas lecturas en la computadora.
No todas las parejas permanecen unidas para siempre. Algunas pondrán como “punto de encuentro” el restaurante más cercano y se sentarán en la mesa, cara a cara, a firmar los papeles de divorcio, la patria potestad de los hijos, o a repartir los bienes, entre ellos, la mesa del comedor que tantas veces compartieron.
En esta ocasión, la mesa ya no carga sobre su lomo postres compartidos ni sueños en común, sino un par de vasos de agua a tiempo.
Con su inquebrantable presencia, atestigua la vida que transcurre sobre ella: amores que nacen, amores que mueren, sueños que se entrelazan y desvanecen, y promesas que se hacen para luego ser olvidadas. Al final, es ella la que queda, marcada por recuerdos que ahora son solo cicatrices en su superficie, recuerdos que alguna vez fueron el epicentro de un amor que se creía eterno. La mesa permanece, solitaria y fiel, esperando a los próximos soñadores que vendrán a compartir sus vidas, sus risas, y quizás, sus lágrimas sobre su firme y silencioso lomo.