Confesiones de un paladar traumado

Confesiones de un paladar traumado

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Por: Carolina Riaño 

*Escritora, periodista, reportera y storyteller culinaria. Desde hace 16 años cuenta historias sobre el fascinante mundo de la cultura gastronómica, los vinos y los licores. IG @errederiano

Anoche conocí a una chica que odia el jitomate. Nunca pensé encontrarme con alguien que despreciara un ingrediente,  patrimonio gastronómico de la humanidad, indispensable en la canasta básica sin importar cultura, raza, nivel sociocultural o religión.

No sorprende rechazar el brócoli, el coliflor o las coles de Bruselas por su aroma; el betabel por su color y sabor dulzón; la cebolla y/o el ajo porque impregnan el aliento sin piedad. Ni hablar de los quesos azules, las aceitunas, las alcaparras y las anchoas que conviven entre amores y odios. ¿Pero resistirse a la jugosidad y la frescura de un jitomate maduro pero firme?

Acorralé a la chica con prudencia, y le pregunté si lo despreciaba desde que era una niña. Me contestó que sí. Y que la razón era porque su mamá la obligaba a comerlo. Gracias a esa respuesta, comencé a confeccionar una teoría: la chica tiene un mal recuerdo, por eso asocia el jitomate con un sentimiento negativo.

El hecho de que rechacemos un sabor dentro nuestro espectro culinario, depende de muchos factores, pero personalmente, creo que muchas de estas razones se remontan a los recuerdos de la infancia.

Absolutamente todos sufrimos de «traumas gastroinfantiles» por culpa una mamá, una abuela o la cocinera de casa, que, contrario a lo que dicen, cocinaba muy mal. O quizás por culpa un ingrediente dañado que comimos y nos intoxicó (como mi sobrina que comió una sandía sobremadurada que le dio su mamá y se intoxicó. O tal vez porque alguien que nos dijo que jamás probáramos «ese adefesio culinario». O porque nuestra mamá o abuela nos “embutían” cierto alimento, o nos metían en la cabeza que algo sabía mal porque simplemente a ellas no le gustaba.

Confesiones: de la suela de zapato al Campari

Y así fuimos creciendo, llenos de traumas. Hoy en día, siendo adultos hechos y derechos, continuamos mencionando frases como: «sin cebolla por favor», «sin crema por favor»,  «¿le puedes quitar el queso a la pizza?», “¿cómo puedes comer una berenjena?”,  “yo no como paisaje, eso es para las vacas”, «de lo que come el grillo, poquillo», «no como ingredientes rojos», etc. Y no me refiero a las personas que por cuestiones de salud no pueden comer estos alimentos, me refiero a aquellos que «no les gustan, porque no les gustan».

Y es que juzgamos a quien rechaza un pescado porque «huele demasiado a mar»; o a quien pide con fervor que le pongan la carne de nuevo en la parrilla, hasta dejarla como una suela de zapato, porque le tienen pánico a los jugos sangrientos que emanan de su interior, desconociendo el trasfondo de esas heridas que vienen desde la edad de la inocencia. Quizás rechazamos el amargor de la rúgula o del Campari no por falta de educación culinaria, sino porque nuestro paladar latino es dulce como el piloncillo, como la caña de azúcar con la que crecimos.

Hagamos un intento esta semana y perdonemos, al menos, un sabor que rechazamos desde hace décadas. Démosle una segunda oportunidad. Yo lo hice con las lentejas. Mi humanidad se derrumbaba cada vez que me obligaban a comerlas en la prepa. Mi recreo transcurría contemplando con amargura esa inmundicia café con queso gratinado, que se desintegraba en la eternidad…

Recordemos que parte de nuestro desarrollo cultural está en cultivar el paladar, respetando y valorando un sinfín de sabores y texturas, que poco a poco iremos entendiendo, para así ponerle fin a esos traumas gastroinfantiles.

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